sábado, 30 de agosto de 2014

28.- Liberté, Egalité, Fraternité

      El siguiente salto temporal en la Historia será algo más corto y sólo nos llevará a París en el año 1789. Los acontecimientos serán conocidos como la Revolución Francesa, pero en sus comienzos fue una revolución localizada en París y en sus alrededores.
La historia es suficientemente conocida por cualquiera.
La causa más próxima es, casi como siempre, de índole económica. Acuciada por las deudas y los gastos originados en su apoyo a las colonias Inglesas de Norteamérica que se rebelaron contra su metrópoli, la corona francesa mantuvo una reunión con los notables, es decir con la aristocracia y el alto clero, para solicitarle una renuncia a uno de sus más caros privilegios. Les reclamaba que colaboraran en la recuperación económica y pagaran impuestos.
Nada más lejos de su intención. 
En vistas de su escaso éxito, el rey se vio obligado a convocar los Estados Generales con el mismo objetivo. El voto estamental, no individual sino colectivo– cada estamento tenía su propio voto- dejó la situación justamente donde estaba. El clero y la aristocracia, sus dos votos, dejaban la solución de la crisis y las subidas de impuestos sobre las espaldas del denominado tercer estado que contaba con un solo voto estamental, a pesar de que eran mayoría abrumadora.
Como siempre. Los poderosos se evitan las inclemencias de las crisis económicas. Salvadas convenientemente las distancias, son las mismas maneras que ahora vemos. El capital, especialmente el gran capital que maneja a su antojo las fronteras y la Iglesia, en nuestro caso,  rehúyen compartir obligaciones con el estado, vía impuestos. 
Durante el proceso revolucionario se deja bien patente el espíritu que los anima. En el primer artículo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, término acuñado con clara intención reivindicativa, se establece que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho”. Los revolucionarios franceses tienen dos claros objetivos, la igualdad jurídica y la libertad frente al Estado. Los objetores frente a esos objetivos serán, como siempre, los privilegiados del sistema.
Conviene no perder la perspectiva de qué puntos en común se dieron entonces con la situación que ahora vivimos. De eso se trata, porque la historia ya está escrita y al alcance de quién quiera conocerla con mayor precisión. 
La primera cuestión, el detonante por así decirlo, es una profunda crisis económica. La economía está, casi siempre, en el origen de cualquier conflicto social. El apoyo de Francia a las colonias inglesas de América del Norte, aunque tardío, ocasionó cuantiosos gastos a la corona francesa. Se unió a ello, como una concatenación urdida por el destino, una secuencia de malas cosechas ocasionadas por  condiciones climáticas adversas, probablemente relacionadas con la bruma de Laki, el oscurecimiento de los cielos de Europa durante varios años debido a la erupción de ese volcán islandés que arrojó lava y ceniza durante ocho meses por unas ciento treinta bocas abiertas en la corteza terrestre. Eso trajo el consiguiente aumento del precio de los alimentos y un aumento insostenible de las desigualdades sociales. Escasez de alimentos y elevación de impuestos afectaban a la población sin privilegios, dejando exentos de las nefastas consecuencias al alto clero y a la aristocracia.
La situación descrita no es nueva. Se ha repetido ya muchas veces en diversos lugares de la Europa del Antiguo Régimen. Pero ahora tendrá consecuencias duraderas y significativas. Este acontecimiento histórico en el continente europeo lo es por razones de peso. Será el primero entre otros muchos. La Revolución Francesa pone en liza las ideologías modernas, derivadas de la paulatina descristianización de muchos territorios. Por primera vez asistimos en la Europa moderna a la proliferación de ideologías políticas bien diferenciadas, asentadas en grupos humanos numerosos, con líderes notables, y enfrentadas entre sí en pleno proceso revolucionario.
Las ideologías sustituyen el sustento religioso de la vida humana; el cielo como esperanza del creyente será sustituido por la esperanza de conseguir la sociedad ideal que merecemos en vida, tan pronto como dejamos de ser creyentes. A partir de la Revolución Francesa se suceden en Europa oleadas ideológicas de diverso corte, cada una con su sociedad ideal como objetivo. La sociedad nueva que esas oleadas ideológicas proponen tendrá como referente enaltecido durante mucho tiempo a la Nación, o la clase.
La Revolución Francesa  se da por satisfecha con la idea de Nación como estandarte. Y el individuo ideal será el ciudadano. El lema que debe regular esa sociedad ideal y que garantiza las formas de convivencia ya lo conocemos sobradamente: Liberté, egalité, fraternité. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. La Revolución atraviesa fases demenciales, en las que el enfrentamiento ideológico, las amenazas externas provenientes de las monarquías autoritarias europeas que ven en el triunfo de las ideas revolucionarias un riesgo para su propia supervivencia, y la insatisfacción con los resultados de una buena parte de sus promotores, la burguesía, ponen en riesgo cada uno de sus logros.
La burguesía aspira a detentar su soberanía para defender sus intereses, porque lo que importa, de verdad, son sus intereses. A la burguesía no le importan sino su egalité, su liberté y sus beneficios. Logrado el objetivo de que la nobleza y el clero hayan perdido sus viejos privilegios y unas cotas razonables de libertad individual en la vida privada y en la gestión de sus actividades económicas, lo demás no resulta primordial. La  burguesía francesa recurrirá a un viejo instrumento de la república romana para garantizar el orden y hacer frente a los riesgos externos, el dictator, un cargo extraordinario en Roma de duración limitada para momentos de grave riesgo, pero que en Francia adoptó carácter duradero. La burguesía francesa no duda en ceder la soberanía al ejército, representado por el general vencedor en las guerras contra el emperador austríaco. Napoleón guardará las apariencias, respetando muchos logros de los revolucionarios, pero gobierna como un monarca absoluto indiscutible. Dispone de un Parlamento elegido por el voto censitario de los contribuyentes más adinerados, pero él propone los candidatos. El consulado dio paso al Imperio; del rey absoluto al emperador ilustrado, omnipotente,  e imperialista que soñó con una Europa sometida, impregnada de egalité, liberté y fraternité bien entendidas y vigiladas por los ejércitos franceses.
¿Y la soberanía de la nación? ¿Qué importa la soberanía, si ha restablecido el orden interior, disponemos de una moneda fuerte, los negocios van bien, y está conquistando Europa y poniéndola a los pies de la burguesía de los negocios…? La Nación, el nuevo referente metafísico, ha resultado ganadora. ¿Qué nación, en realidad? La que satisface las expectativas de la burguesía
Esta burguesía europea tan celosa de su soberanía, adalid en la lucha por conquistarla, no la busca por conciencia de la dignidad humana, sino como medio para defender sus propios intereses de clase. Cuando esos intereses están garantizados, puede aceptar entregar su soberanía a los poderes absolutos, a cualquier dictadura generada como instrumento propio, si eso resulta necesario.

lunes, 4 de agosto de 2014

27.- Té al agua

          Los primeros colonos ingleses llegaron a la costa oriental de América del Norte en 1607. En la segunda mitad del siglo XVIII el territorio se organizaba en trece colonias, dependientes de la corona británica.
            Las trece colonias estaban habitadas aproximadamente por 1.300.000 personas. Las diferencias entre la población no eran estamentales, como en Europa.
            La justificación de esta organización social tan diferente entre la metrópolis -país colonizador- y los territorios colonizados estriban, en primer lugar, en el tipo de población que llega a las colonias; allí no llegan miembros del estamento privilegiado, porque son lugares con poca organización inicial y con incontables riesgos que atraen, especialmente, a los que buscan una oportunidad de mejorar sus vidas; con el tiempo, cuando tiene las cárceles llenas de malhechores y prostitutas, Inglaterra los remite a las colonias para evitar los costes de su manutención y su hacinamiento; así que la masa humana que acude a las colonias no quiere oír hablar de privilegios.
            La permisividad inglesa con la organización social de sus colonias se justifica también en la distancia entre ellas y las dificultades para los viajes por mar. Pero, sobre todo, en el hecho de que estas colonias no eran, entonces, muy ricas en metales preciosos, fundamentalmente oro y plata, que era lo que buscaban especialmente las potencias europeas. Si los hubiera habido en abundancia, Inglaterra habría ejercido un control más sistemático sobre las colonias a las que permitía un cierto grado de autonomía.
            Las diferencias entre la población eran raciales. La población blanca conformaba el grupo dominante, y entre ellos las diferencias de riqueza no eran tan grandes como en la sociedad europea. Había escasa población y abundancia de recursos, por lo que la práctica totalidad de la población blanca accedió fácilmente a la propiedad. Tarda muy poco en asentarse en las colonias una burguesía rica.
            Frente a la población blanca, aproximadamente  350.000 personas de raza negra eran esclavos, dedicados a trabajar las extensas plantaciones agrícolas del sur y carecían de derechos.
            Los indios nativos eran considerados enemigos y estaban excluidos de la sociedad colonial. Fueron prácticamente eliminados durante la expansión blanca hacia el oeste  y los supervivientes quedaron encerrados en reservas indias, generalmente en las zonas desérticas e improductivas.
            La revolución americana se originó, sobre todo, debido a una causa política: la población de las Trece Colonias estaba descontenta ya que aportaban impuestos como cualquier súbdito británico y, sin embargo, no tenían representantes en el Parlamento de Londres, y, por lo tanto, no tenían capacidad de decisión política.
            Es decir, carecían de soberanía en el sentido estricto de participar en el diseño de las leyes que regulaban su vida y su economía. La metrópolis no aceptaba la presencia de representantes de la burguesía de las colonias en el parlamento.
            Las colonias habían colaborado con Inglaterra en la guerra de los Siete Años contra Francia (1748-1756), y en lugar de ser recompensadas se crearon nuevos impuestos sobre el azúcar y subieron los ya existentes, sobre todo el del papel timbrado, muy utilizado en la época. Y ningún representante de las colonias podía oponerse a estas leyes en el Parlamento inglés.
            Esta situación hizo que desde mediados del siglo XVIII se extendiera la creencia de que no hacía falta seguir bajo la soberanía de Gran Bretaña, y en la década de 1770 provocó actos de protesta, como el Motín del Té de Boston (1773), que supuso la ruptura de las relaciones comerciales con la metrópoli.
            En 1775 estalló la guerra, y, un año más tarde, se proclamó la Declaración de Independencia, redactada por Thomas Jefferson, con muy claras influencias de Locke, en la que defiende la democracia, la igualdad de los hombres ante la ley, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos –soberanía-  y el derecho de los hombres a la libertad, la propiedad y la felicidad (Locke). Los rebeldes recibieron la ayuda de Francia y, en menor medida, de España. Finalmente los ingleses firmaron la paz de París (1783), por la que reconocían la independencia de las colonias, que pasaron a denominarse Estados Unidos de América. George Washington fue elegido primer presidente de Estados Unidos en 1789.
            Aunque muy fundamentada en el propio derecho inglés, se tiene a la constitución americana que surge de esta rebelión para fundamentar en derecho el nacimiento del nuevo país como la primera constitución liberal moderna. El país se establece como una república, olvidada ya la monarquía como fórmula de gobierno imperante en toda Europa, con un presidente de gobierno por elección; establece un sistema democrático, aunque dista mucho de ser una democracia real; es un sistema con carencias importantes; basa buena parte de su economía en la esclavitud y no permite el voto femenino, por ejemplo. En 1868 – enmienda 14-  aparece claramente establecido el derecho al voto de cualquier ciudadano  de los Estados Unidos, varón, mayor de 21 años, con excepción de los indios que no pagan contribuciones, en un avance de lo que será el voto universal en el futuro.
            No obstante  en la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América del Norte, redactada por Jefferson y con claras influencias de Locke y de Rousseau y en la línea de la filosofía del derecho natural, se consigna uno de los principios más revolucionarios jamás escrito anteriormente en un documento de naturaleza política con vocación de regular un país: "todos los hombres han sido creados iguales". Y estos hombres "recibieron de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; así, para asegurar esos derechos, se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivándose sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; de tal manera que si cualquier forma de gobierno se hace destructiva para esos fines es un derecho del pueblo alterarlo o abolirlo, e instituir un nuevo gobierno, basando su formación en tales principios, y organizando sus poderes de la mejor forma que a su juicio pueda lograr su seguridad y felicidad".
            Es decir, se exponen de forma clara dos principios reguladores de la organización social moderna: la igualdad efectiva de todas las personas ante la ley y el principio de que el gobierno tiene su razón de ser en el hecho de asegurar los derechos de los ciudadanos, de los cuales obtiene la legitimación o consentimiento o el rechazo, cuando no cumple con su cometido.
            Ya hemos dicho que cuando un determinado grupo social lucha por la soberanía no tiene entre sus objetivos la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. Primordialmente pretende asegurarse su presencia en los centros de decisión de la organización social, en  el órgano que establece las leyes, la norma máxima que rige las relaciones entre los individuos, su participación en la actividad económica y su acceso al poder. La burguesía que encabeza esta lucha por la soberanía en la modernidad, dados sus rasgos dominantes, cultura, afán de acumular riqueza, astucia, sentido de la oportunidad y conocimiento de la debilidad ajena, es una muestra de lo expuesto.
            El motín del Té no es sino la manifestación de una lucha descarnada entre dos grupos con los mismos intereses.
            De una parte la burguesía inglesa, el capitalismo de la metrópoli, que influye en el Parlamento Inglés a su favor. Está representada por la Compañía Británica de las Indias Occidentales. Tiene el monopolio de la venta de té en las colonias. Lo importa de China y dicho comercio le reporta grandes beneficios.
            De otra parte el incipiente capitalismo local, la burguesía de las colonias que aspira a no quedarse al margen de ningún negocio que genere beneficios en su propio territorio.
       La protección legal, es decir, los recursos del sistema favorecen a la Compañía Británica de las Indias Occidentales. Tiene representantes en el Parlamento Británico. Y la burguesía de las colonias  considera esa situación discriminatoria y perjudicial para sus intereses. Así que, primero, recurre al contrabando   e importa el té de Holanda, sin pagar impuestos; después, a la violencia y a la guerra. Y logra su independencia. Se apropia plenamente de su soberanía.