lunes, 28 de julio de 2014

26.- La ética de la avaricia

Cuando se habla de transformaciones sociales y políticas, no podemos hablar sólo de los hechos consumados que dejan tras de sí las revoluciones. Una labor determinante en esa lenta e imparable transformación de las organizaciones humanas la lleva a cabo también el pensamiento, la teoría política elaborada por los intelectuales de cada época. Para ello la burguesía, tiempo atrás, arrebató el control de la cultura de las manos de la Iglesia en el Renacimiento, potenció con ello el conocimiento basado en la observación y no en la fe; relativizó las verdades absolutas de cualquier manifestación pseudocientífica y potenció el análisis. No escapó a ello la organización social y la teoría política. Cada época ha tenido sus pensadores influyentes en ese campo. Han dejado su huella en nuestro pensamiento y en nuestra forma de organizar la economía y la sociedad.
            Para no perderlos de vista en esta exposición mencionaremos a los que fundamentaron en buena parte la sociedad actual desde estos tiempos lejanos.
            El padre putativo del liberalismo político fue John Locke (1632-1704). 
            Por lo que se refiere al tema que nos ocupa, arrebata a Dios el origen de la soberanía y establece que la misma emana del pueblo, mediante un contrato social. El pueblo la otorga mediante delegación (voto).
            Establece también el embrión de la declaración de los derechos humanos. Según él hay derechos de todos los hombres, anteriores a la organización social, y a los que el hombre no debe renunciar. La obligación del Estado es garantizarlos y para eso se constituye. Considera como derechos primigenios la vida, la libertad, la propiedad privada (no podía ser de otra manera tratándose de una filosofía política emanada de la burguesía) y la felicidad. Por muy ambiguo que este derecho os parezca, se trata de que el estado genere condiciones de vida donde un ser humano pueda razonablemente dar forma a su proyecto vital, sin carencias fundamentales que condicionen su existencia. Vagamente eso ha perseguido el estado del bienestar hasta ahora con desigual fortuna. Propugna igualmente la separación del poder legislativo y el ejecutivo para que el individuo no esté sometido a un poder excesivo del estado.
            Este pensamiento político supone un avance extraordinario en el proceso de extender la soberanía un sector mucho más amplio de la ciudadanía. Ni se os ocurra pensar en el advenimiento de la democracia actual. La burguesía se encargará de establecer limitaciones en el acceso al poder. Le ha arrebatado el poder al monarca absoluto y a los privilegiados, pero ha peleado por su soberanía, por su derecho a decidir. Dentro del tercer estado que antes mencionábamos quedan muy amplias capas de ciudadanos sin derecho a la participación política todavía. En realidad, la burguesía ha accedido a la esfera de los privilegiados.          
            El pensamiento de Locke será luego ampliado y desarrollado por Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Lo reseñaremos en su momento.
            Pero nos interesa mucho más, por lo que nos afecta, detenernos un rato en el nacimiento del capitalismo moderno. El capitalismo, el afán de acumular riquezas sin tener demasiado en cuenta los procedimientos ni los principios morales, es una constante de la naturaleza humana desde la noche de los tiempos. Pero el capitalismo moderno tiene algunos rasgos característicos  que conviene reseñar. Por supuesto, no carece de teóricos, incluso en lugares insospechados. Veámoslo.
       Fue Max Weber, sociólogo e historiador alemán (1864-1920)  el primero en relacionar el inicio del capitalismo moderno con la ética surgida de la Reforma Protestante en los países del norte de Europa. La Reforma  luterana y, especialmente, la calvinista llevan en su seno dos semillas poderosas que justificarán muchas  de las actitudes con las que la Europa del Norte, la más rica y aquella donde el progreso industrial y el protestantismo fueron cogidos de la mano, afronta el conflicto económico y moral de la crisis actual. Las dos ideas nucleares de la Reforma son la predeterminación y la desigualdad entre los hombres. Son dos dogmas del catecismo luterano. Y la primera servirá de justificación para la segunda.
          La predeterminación afirma taxativamente que el destino de cada hombres está establecido por Dios y que nada ni nadie puede cambiarlo. Dios tiene ya preestablecido a qué personas  salvará y a qué personas enviará al infierno. Pero un protestante que actúe como  persona sometida a Dios y cumpla con sus mandamientos debe ir por la vida convencido de que su destino es la salvación. Recibirá la confirmación a lo largo de su vida. El éxito económico, la riqueza de unos es voluntad de Dios, premia con ello a los que cumplen con sus obligaciones morales. La pobreza de los otros es, también, voluntad divina y señal de que los pobres no son, precisamente, seguidores de los mandamientos del Señor.
         Obtener el éxito exige el cumplimiento de una moral estricta. El éxito reclama entrega al trabajo de forma permanente y reclama, también, una vida ascética. La entrega a la profesión tiene sentido religioso. El enriquecimiento, como consecuencia de dicha dedicación irracional al trabajo y a la propia profesión se considera, no un medio, sino el fin de toda una vida. La obligación primordial de un individuo durante toda su vida es aumentar su capital. Sin sentido utilitario. No se persigue tener más para vivir mejor, porque la ética protestante establece vivir de forma ejemplar, lejos de cualquier ostentación o de goces inmoderados.
        Basada en una ética religiosa, la filosofía capitalista inicial establecía también la honorabilidad de los negocios. Un hombre de negocios debería tener siempre un comportamiento intachable, respetar sus compromisos, pagar sus deudas y ser una persona honorable.
             La cuestión de la desigualdad entre los hombres, ya que Dios les ha establecido destinos diferentes, nos lleva a la distribución de la riqueza.       Parece simple, burdo, incluso increíble, pero en el alma de la Europa rica se retuercen estos convencimientos cuando valoran la crisis actual. Hay, desde luego, por encima de todo, intereses económicos. Pero encuentran justificación moral a sus posturas insolidarias en esos principios religiosos que subyacen en su conciencia colectiva.
       Pronto esta burguesía religiosa y rigorista entró en declive, porque en el interior del capitalismo ha estado siempre la semilla de la corrupción, la ambición desmedida, la explotación del otro, la violencia, la manipulación y la mentira. A su lado fue desarrollando los comportamientos capitalistas que todos conocemos una burguesía mercantilista,  dispuesta a aprovechar la oportunidad que las revoluciones liberales le ofrecían de medrar al amparo de sus crecientes cotas de soberanía en los parlamentos europeos.
            En su vertiente económica el liberalismo tiene a su teórico inicial en Adam Smith (1723-1790) y en su obra “La riqueza de las naciones”. Entre otras muchas, la tesis primordial de esta obra es que gracias al egoísmo particular se logra el beneficio colectivo. “Deja a un hombre buscar su propio beneficio y, de paso, logrará el beneficio para los demás”, viene a decir. El liberalismo económico se basa en la idea principal de que el estado no debe intervenir en las relaciones económicas entre los hombres. Sólo debe garantizar el orden para que dichas relaciones sean posibles.
            Supone Adam Smith que el “mercado”, la ley de la oferta y la demanda equilibrará eternamente las relaciones económicas; “la mano oculta” llama a esta fuerza gravitatoria del universo económico.
            Una falacia descomunal, como se ha encargado de demostrar la historia. Y como estamos viendo cada día. Precisamente la gran demanda actual a los gobiernos es que regulen los mercados y el sistema financiero. Y no precisamente lo solicita sólo la izquierda sociológica. También lo solicitan autorizadas voces de la teoría económica más conservadora, consciente de que el capitalismo irracional está labrando su propia destrucción. Exactamente lo contrario de lo que los gobiernos de derecha europeo están dispuestos a hacer. La población demanda una democracia que regule a los mercados y los recaderos del capital que nos gobiernan se empeñan en simular una democracia que  permita a los mercados someternos bajo la imprescindible apariencia de legalidad democrática.
            Es cierto que no nos representan
            Ha sido precisamente esa ausencia de regulación del capitalismo especulativo en el paraíso liberal del mundo moderno, los Estados Unidos, lo que prendió la mecha de esta profunda recesión económica en Europa.
            Seguidor de Adam Smith fue  David Ricardo, (1722-1823) tan influyente hoy por más que  nadie se atreva a mencionar su nombre, a pesar de que una de las reformas demandadas  por los mercados -es decir, el capital- es asociar salario a productividad. Nadie hace mención de asociar a la productividad el beneficio empresarial. Pero la productividad depende de infinidad de factores que no tienen que ver con la capacidad de trabajo del obrero. Por ejemplo, de planteamientos empresariales adecuados, o de búsqueda de mercados,  o de renuncia estratégica a parte del beneficio para mejorar la competitividad, o de adecuación tecnológica en el proceso productivo.
            Hoy los países europeos más afectados por la crisis son laboratorios ricardianos.
            Ricardo es padre de una máxima inhumana denominada  ley de bronce de los salarios, según la cual  “el salario se reduce a lo estrictamente necesario que permita al obrero subsistir y reproducirse".
            Si el salario sube más de lo estrictamente necesario, la población aumentará y al haber mayor oferta de trabajo, los salarios bajarán; por el contrario si los salarios son inferiores a lo estrictamente necesario la población disminuirá, provocando con ello una escasez de mano de obra y por consiguiente un aumento en los salarios.
            “Ricardismo” puro lo que viven hoy los obreros de medio mundo. El capital tiene en su mano, mediante los salarios, el control de la población obrera en la justa necesidad para mantener los salarios en el límite de la subsistencia, como un rebaño productivo y hacinado en los márgenes del mundo de los privilegiados. Cuando le conviene nos permite el crecimiento en número para disminuirnos los salarios; cuando no, nos limita matándonos de hambre ¡Buen programa! Y mientras tanto nos convierte en fuerza consumista para garantizar la rentabilidad de sus inversiones.
            Marx tenía razón. Los obreros no accederán a los beneficios del capitalismo de forma pacífica. Luego, el capitalismo, tal como ahora lo experimentamos, es un insulto a la dignidad humana.
            El concepto de rentabilidad del capitalismo deshumanizado no coincide con el del que la mayoría demandaría, si nos dieran la oportunidad. El único beneficio que nos parece digno de cualquier esfuerzo es garantizar al ser humano las condiciones que hagan posible una vida satisfactoria, vivida de forma responsable con el medio ambiente y con los otros. Un contrato social donde todos estemos en paridad de oportunidades para vivir una vida digna y solidaria, tanto con el presente como con el futuro.
            Este mundo es de todos. Somos iguales ante la ley y ante la vida y la muerte. El beneficio desmedido es incompatible con la muerte por hambre, con los desahucios, con el paro permanente, con la ausencia de horizonte para dar forma un proyecto vital de millones de personas.
            No podemos permitirlo.
            Y estamos obligados a recuperar nuestra soberanía para modificar las reglas del juego. Ni una cosa, ni la otra, serán fáciles. ¡Pero tenemos derecho!




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