Como este escrito persigue solamente poner de
manifiesto momentos cruciales de esta permanente lucha por la soberanía, me
permitiréis un salto llamativo en las páginas de la historia.
Durante
una larga etapa que va desde el s. XVI al XVIII en Europa impera la Monarquía
Absoluta. En algunos lugares sobrevive hasta bien entrado el s. XIX. La
monarquía absoluta del zar de Rusia perdurará hasta la revolución de 1917 que
establecerá por primera vez en el mundo un sistema comunista. Fue la más
duradera en Europa. La mayor parte de las monarquías europeas, de forma real o,
al menos, en apariencia, fueron compartiendo el poder con la sociedad o con
parte de ella, representada en los parlamentos.
En
el mundo occidental ya sólo sobrevive una monarquía absoluta: el estado del
Vaticano, una teocracia – poder otorgado por Dios- gobernada por un ser
infalible –dogma de la infalibilidad del papa (cuando habla como tal está
inspirado por Dios y su palabra es la ley)-, con aspiraciones imperiales, porque
considera que el resto de los gobiernos le deben obediencia. Considera , además, que la verdad supuestamente revelada por la divinidad, debe anteponerse a las propias constituciones democráticas en cuanto a validez ética.
El
monarca absoluto, según la teoría imperante en esa época –subvencionada por el
propio poder como es lógico-, sólo tiene derechos con respecto a sus súbditos.
Ningún deber deriva de su condición de soberano. Se supone que
tiene la obligación de realizar un buen gobierno, pero la definición de un buen
gobierno era compleja en esos tiempos. Su poder absoluto emana de Dios; Dios en
persona le ha otorgado el derecho de gobernar, de ejercer todos los
poderes sobre sus súbditos –o contra muchos de sus súbditos, en
ocasiones-: declarar la guerra y negociar la paz, administrar justicia,
establecer los impuestos y recaudarlos, redactar e imponer nuevas leyes,
nombrar funcionarios, acuñar moneda y fijar el sistema de pesas y medidas. Es
decir, los poderes básicos de nuestra organización social: Legislativo,
ejecutivo y judicial. Todo en sus manos y en las de sus colaboradores. Es
decir, el monarca absoluto es el único que posee soberanía.
El mantenimiento de esta injusta estructura de
poder exige fuertes complicidades en la estructura social. Y el entramado
social estamental sustenta el poder absoluto del rey amparado en una
organización social que sólo distingue dos tipos de personas: privilegiados y
no privilegiados. No son clases sociales, sino estamentos: grupos cerrados
a los que se pertenece por nacimiento. Nadie puede cambiar de estamento durante
su vida. Los privilegiados son los nobles, los descendientes de las familias
que han conseguido títulos y tierras en las largas guerras de la Edad Media. Los privilegios también alcanzan a los cargos eclesiásticos importantes, reservados en
general para los segundones de las familias nobles, puesto que título y tierras
están destinados al primogénito para no debilitar con repartos el poder y la
fortuna familiar en casi todas las regiones de Europa.
A
pesar de desavenencias puntuales y profundas entre el monarca y los nobles,
como sucede siempre que hay intereses poderosos de por medio, el sustento del
poder absoluto del rey estriba en la complicidad del estamento privilegiado.
Les iba bien así.
¿Qué privilegios defendían?
No
pagaban impuestos, a pesar de ser el “capital” de la época. La riqueza se
sustentaba en la propiedad de la tierra y la mayor parte de la propiedad estaba
repartida en pocas familias en cualquier estado de Europa. Si aún quedaran
dudas al respecto os invito a curiosear sobre las propiedades acumuladas por la
actual casa ducal de Alba, como prueba residual de los hechos históricos
que analizamos.
Les
estaban reservados los altos cargos de la administración del estado y del
ejército, y ya hemos consignado que también los de la Iglesia.
Tenían
tribunales –y castigos- especiales. Desde luego, más suaves y dignos.
A
poco que reflexionemos, es fácil establecer paralelismos con las presiones a
las que hoy nos someten los privilegiados de hoy: “EE.UU entra en el limbo
político ante la suspensión de pagos” (El país, 28-07-2011). Los ultras del
movimiento Tea Party se niegan en redondo a la posibilidad de aumentar los
impuestos a los más ricos. Los servicios sociales imprescindibles que
fundamentan la existencia del propio estado moderno carecen de sentido para
ellos. En general, la derecha europea es reacia a aumentar los impuestos a los
más ricos, tilda de medida demagógica el impuesto a las grandes fortunas y las
tasas sobre las transacciones financieras, convive razonablemente bien con los
paraísos fiscales y recurre habitualmente a la subida de los impuestos
indirectos para cuadrar las cuentas. La derecha no concibe el estado como el
administrador de los recursos comunes en beneficio de la colectividad. Lo
concibe básicamente como sustento de autoridad con la que defender privilegios
o creencias. En parte, el descrédito de la izquierda europea se debe a que ha
ido perdiendo la perspectiva del valor equilibrador del estado y ha adoptado
políticas de derecha en los últimos tiempos.
Si
bien ya no mantiene que la autoridad del Rey provenga de Dios, el gran defensor
teórico del absolutismo monárquico en el s. XVII es Thomas Hobbes y lo traigo a
colación para justificar la afirmación que precede sobre la concepción que la
derecha tiene del estado. Suya es la frase de que el hombre es un lobo para el
hombre. Suyo el pensamiento de que la única cohesión social verdadera es el
miedo que unos individuos sienten de otros. Suya la consideración de que el Rey
debe tener un poder absoluto para defendernos a los unos de los otros. Cuando
cualquier forma de gobierno reclama el poder absoluto poco podemos esperar de
él. El Estado como garante del orden, pero no de la justicia social, hoy no nos
basta. En realidad no ha bastado nunca, salvo para los privilegiados de cada
momento.
Los
no privilegiados – el denominado Tercer Estado- son una amalgama social que
incluye desde los muy abundantes mendigos, los asalariados, el
campesinado pobre, el campesinado medio, los artesanos, el bajo clero y
una inquieta clase naciente al calor del comercio y los oficios
liberales, la burguesía.
El
absolutismo monárquico lleva la semilla de su propia desaparición en esta
injusta organización social. Será la burguesía precisamente, dueña de riquezas
importantes desde el s. XIV en muchos lugares de Europa y que se ha preocupado
por enviar a las universidades a sus propios hijos, la que comenzará en Europa
la lucha por “su soberanía”; mira por sus intereses, desde luego, pero inicia
en la edad moderna el largo recorrido que hemos tenido que realizar para
conseguir una sociedad donde todas las personas sean iguales ante la ley. Y ha
sido un largo proceso que, aun hoy en el siglo XXI, no ha alcanzado a todos los
lugares de la tierra. Y según nuestras recientes experiencias parece en
retroceso en estados democráticos donde parecía un principio consolidado.
Los
dos factores que se aúnan en el comienzo de este proceso serán la burguesía y
la semilla de los actuales Parlamentos, que ya existían en tres países
Europeos. En Inglaterra, el Parlamento propiamente dicho que ha prestado su
nombre a los demás; en Francia, los Estados Generales; y en España, las Cortes
Generales. No tenían las funciones actuales, ni por asomo. Eran órganos
consultivos para el Rey. Se les consultaba ocasionalmente en asuntos de
impuestos o de declaración de guerra. En realidad podían pasar decenas de años
sin ser llamados a consulta. Tampoco tenían nada que ver con los parlamentos
actuales en su composición ni en el procedimiento de acceso.
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