Francisco Bustelo, catedrático que fue de Historia
Económica y Rector honorario de la Complutense (El País, 8-08-11),
refiriéndose al 15 M, dice experimentar motivos de esperanza, pero que los
jóvenes no saben historia, y que habría que decirles que “el
progreso, en ocasiones, se estanca pero siempre reverdece”.
Probablemente
es cierto, pero es siempre como consecuencia de la actuación humana. No se
trata de sentarse a esperar que el progreso estancado – o en franco retroceso-
cambie de ciclo por causas naturales. El progreso humano, en el ámbito de los
derechos, no ha sido nunca consecuencia de un proceso natural. Ha costado mucho
esfuerzo y, casi siempre, sangre. Y ahora hay quien quiere que los derechos que
consiguieron nuestros padres con esfuerzo o con sangre los devolvamos,
avergonzados, porque suponen un privilegio insostenible.
En
realidad casi nadie entre las personas que transformaron poco a poco la
sociedad en la que vivimos sabía historia. Ni falta que hacía. El conocimiento
de la historia no mueve a las masas en busca de un mundo más solidario, más
equilibrado, más justo. Es la conciencia de las desigualdades injustas de una
determinado grupo humano en un momento determinado. Quizá no sepan
historia, pero la escriben. Un motor poderoso los ha impulsado cada vez: conseguir
– o recuperar - su soberanía, su derecho a diseñar la sociedad en la que viven.
¿Y qué sabemos de ella?
Realmente
podíamos rellenar infinidad de folios con todo lo que hay publicado, pero
simplificaremos. Sólo se trata de hacer comprensible la tesis de este escrito:
en la estructura profunda de los acontecimientos que ha originado esta crisis
plural estamos revisando la situación real de la soberanía popular en las
circunstancias actuales y, sobre todo, su capacidad de modificar la situación.
En
resumen podríamos definir la soberanía como la capacidad –y el
derecho- de gobernar o gobernar(se) una sociedad en una primera acepción. La
segunda, cuando ya se desarrolla el Derecho internacional, hace
referencia a que un estado no debe depender de otro; a la independencia de unos
estados con respecto a otros.
Ambos
conceptos están ahora mismo en entredicho. ¿Quién gobierna a los estados
actualmente? ¿Podemos nosotros establecer las reglas de juego que nos permitan
dar cuerpo real los derechos reconocidos en la Constitución del 78, vivienda,
trabajo, servicios públicos…. en suma, un proyecto vital que satisfaga las
legítimas aspiraciones de un ser humano y que garantiza la ley por la que nos
regimos?
Sí; ya lo hemos dicho. Se trata de una enconada disputa por nuestra soberanía. Una
vez más. Llevamos siglos peleando por ella; sólo que ahora el enemigo está
difuminado, emboscado bajo conceptos ambiguos. No conocemos su rostro, ni
siquiera conocemos el lugar donde se embosca. Es ubicuo y anónimo. Incluso tiene,
ocasionalmente, la habilidad de hacernos sentir culpables. Hemos vivido por
encima de nuestras posibilidades. Es legítimo que quienes nos han prestado “su”
dinero ahora lo reclamen con garantías. Insinuaremos una verdad
incuestionable sobre esas garantías. Ni una sola de las que se ha exigido
a Grecia, a Portugal, a Irlanda, a España, a Italia, pronto a Bélgica, a Holanda
o a Francia, está pensada para hacer posible una vida mejor para las personas
de cada uno de estos países. Los rescates o las políticas fiscales impuestas
–por poderes ajenos y que suplantan nuestra soberanía- no están diseñados para
los pueblos, sino para garantizar la devolución de su deuda a los bancos,
mayoritariamente europeos. Es el capital, mayoritariamente europeo, el que
devora a Europa e intenta dejar sin contenido las democracias europeas.
Cada
rescate económico que el excedente financiero europeo ha llevado a cabo en los
países más afectados por la crisis ha supuesto de hecho una invasión colonial y
una intervención sin disimulo contra la soberanía de ese país. El rescate
supone sometimiento pleno, ausencia de autonomía para gestionar los presupuestos
nacionales, establecimiento de reglas impuestas por el capital europeo sobre
las relaciones laborales, los salarios, los impuestos, los servicios públicos,
la jubilación, las pensiones, los programas sociales. Las Constituciones
nacionales han pasado a ser papel para envolver pescado, en el mejor de los
casos.
Y
tenemos , además , la seguridad de que este sistema económico es inviable
porque expolia los recursos que hemos de dejar en herencia a nuestros
continuadores como especie y porque, buscando el crecimiento de sus beneficios,
está marginando del negocio a las tres cuartas partes de la población mundial.
La política fiscal que se impone como contramedida a la crisis económica sólo
sirve para aumentarla. No sólo impide la generación de empleo, sino que
continúa destruyéndolo. Como una pescadilla monstruosa que se devora a si
misma por la cola. Decae el consumo al aumentar el paro. Entra en colapso el
mecanismo sobre el que han basado esa idea peregrina del crecimiento
permanente. Ha habido otras crisis antes; algunas muy bien estudiadas en
su origen y en su desarrollo, como la del 1929. Algo deberían haber aprendido
los que dicen esforzarse por sacarnos de ella.
Somos conscientes del daño masivo que produce la
codicia de una minoría a la mayor parte de la humanidad. Deberíamos estar ya
trabajando en el establecimiento de sistemas de control sobre los procedimientos
por los que se obtienen beneficios desmesurados a costa del empobrecimiento de
grandes masas de población. En su lugar estamos permitiendo que el capitalismo
nos esquilme, no ya de los medios de una subsistencia digna como el trabajo o
la vivienda, sino de otro capital extraordinario, derechos sociales
conquistados tras siglos de lucha en busca de la efectiva igualdad de los seres
humanos ante las leyes. Mientras, en Somalia y en el cuerno de África, a
mediados de agosto de 2011, miles de personas mueren de hambre. Esa perspectiva
no podemos perderla de vista. Es el rostro más dramático del presente y la
consecuencia más evidente de la injusticia que el capitalismo ha establecido
como modelo de distribución de las riquezas y los recursos.
Esa transformación será inviable si no recuperamos
nuestra soberanía.
Continuemos, pues, un poco más con la primera acepción del término soberanía. He separado a conciencia los términos “gobernar” y “gobernar(se)” porque en ese simple reflexivo se esconden muchos siglos de revoluciones sociales y de lucha por una sociedad más justa e igualitaria. No es moco de pavo ese pronombre. No. Y en ello estamos enfrascados ahora mismo, escribiendo un capítulo más, cuya manifestación más visible es el movimiento de los "indignados" reclamantes de democracia real. En los capítulos que siguen procuraré que el término soberanía encuentre su acepción más indicada, mientras contemplamos las actuaciones de los indignados que nos precedieron peleando por ella.
Continuemos, pues, un poco más con la primera acepción del término soberanía. He separado a conciencia los términos “gobernar” y “gobernar(se)” porque en ese simple reflexivo se esconden muchos siglos de revoluciones sociales y de lucha por una sociedad más justa e igualitaria. No es moco de pavo ese pronombre. No. Y en ello estamos enfrascados ahora mismo, escribiendo un capítulo más, cuya manifestación más visible es el movimiento de los "indignados" reclamantes de democracia real. En los capítulos que siguen procuraré que el término soberanía encuentre su acepción más indicada, mientras contemplamos las actuaciones de los indignados que nos precedieron peleando por ella.