lunes, 31 de marzo de 2014

12.- El cuarto poder que Montesquieu no mencionó


       Así pues, la visión de la ciudadanía y la  de infinidad de expertos en teoría política y económica por una vez son coincidentes. Los intereses económicos de una minoría privilegiada han suplantado a la legítima actividad de los poderes políticos como representante de los ciudadanos. Y esos intereses están reorganizando el mundo a su medida.
            Preguntarnos si es posible que la tormenta amaine y que podamos recuperar lo que ya hemos perdido quizá sea una pregunta pertinente ¡Claro que es posible!  Lo que ya no sabríamos responder en cuándo amainará, porque la tormenta tendrá diversos comportamientos según el mapa de la ruina y los plazos serán mucho más largos en las regiones devastadas. Dependerá, también, de nosotros. Nada pasa por casualidad en la organización social. Siempre es consecuencia de la influencia humana.
            Pero acabará. Los indignados que reclaman una reiniciación del sistema son la prueba evidente. La historia nos ha enseñado que, en la lucha por la soberanía, siempre acaban ganado los que la reclaman frente a los que intentan acapararla. Lo veremos en el breve paseo por la historia que he prometido. Y ahora no será diferente. Salvo que perdamos la esperanza de lograrlo. Es lo que pretende ese mensaje envenenado que habla de nuestra culpa –“vivíamos por encima de…”- y la inevitabilidad de las medidas.
            Y, desde luego, la sociedad civil que quiere recuperar la soberanía robada deberá establecer sus estrategias y estar muy convencida de su fuerza.
            Por lo que ya sabemos, la teoría política que sustenta la existencia del estado moderno desde la Revolución Francesa, -sin olvidar la influencia que tuvieron otras teorías en momentos precedentes- arbitra la separación de los tres poderes conocidos y establece que de  la relación equilibrada de esos tres poderes  y de su mutuo control derivan beneficios para la sociedad. Eso se ha comprobado como verdad incuestionable, con las excepciones derivadas de que todos los poderes los ejercen personas, sujetas al error o tentadas de ejercerlos al margen de la ley. Teóricamente, cuando el sistema funciona de forma correcta, corregirá las desviaciones e impondrá las penas pertinentes a quienes abusen del poder delegado en el ejercicio de sus funciones al servicio de la sociedad. Siguiendo con la teoría, en democracia el ejercicio de estos poderes deriva de una delegación de la ciudanía, implícita en el voto. Luego, es lógico que la ciudadanía controle cómo se ejerce cada uno de los poderes que ha delegado en sus representantes.
            La sociedad ha establecido reglas precisas para el comportamiento correcto de cada uno de los poderes establecidos y podemos poner ante los tribunales a los que no las cumplan. O podemos retirar la confianza a los que nos defraudan y apartarlos del ejercicio del poder con nuestros votos.
            Evidentemente, es teoría. En la práctica nuestra capacidad de controlar el ejercicio del poder ha sido burlada en demasiadas ocasiones como para confiar ciegamente en el sistema.
            Pero el problema primordial estriba en que nos habíamos olvidado del “cuarto poder”, el capital. Actualmente, en la mayor parte del mundo, se ha convertido en el poder determinante. Suplanta al poder político o lo controla por los procedimientos que ya quedan descritos, diseña nuestras vidas con sus reglas inhumanas, empobrece el catálogo de nuestros derechos, coloniza países, empobrece a grandes capas de la población,  nos diseña el futuro que beneficia a sus intereses, y conculca no pocos de los reconocidos como derechos humanos universales
            Sin embargo este poder omnímodo rechaza, a su vez, las reglas de control por parte de la sociedad humana. Aún más, ha incorporado reglas a la legislación de los países, sacrosantas en algunos lugares del planeta, que garantizan su absoluta libertad. Y actualmente tiene a su favor la globalización de la economía. Se ha convertido en una boa constrictor gigantesca que atenaza al planeta con sus anillos asfixiantes.
            La justificación por la que este “cuarto poder” rechaza el control de la sociedad civil hunde sus raíces en una teoría económica del capitalismo inicial, como más adelante se expondrá, -el liberalismo-, y en la fiera defensa de la propiedad privada que establecieron las primeras constituciones modernas, nacidas casi en el mismo parto que el capitalismo moderno y  obra de quien luchó primero por su soberanía en la Historia Moderna, la burguesía europea. El liberalismo asegura que el capital, libre de los controles del estado, generará beneficios que alcanzarán a toda la sociedad. Los segundos afirman que  el capital no es un “poder delegado” por la sociedad civil, es propiedad privada, por tanto no debe estar sujeto a su control.
            Esa justificación choca con nuestra percepción del origen del capital. Se acumula en manos privadas, desde luego, pero tienen un origen colectivo. La mayor parte de la riqueza la genera el trabajo humano. Y habrá que volver sobre la pregunta que nos planteábamos con motivo de definir la ideología. ¿Para qué generamos la riqueza de la tierra con nuestro trabajo? ¿Para el enriquecimiento de unos pocos, o parar mejorar las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto?
            Y choca dicha justificación con nuestra propia experiencia colectiva. En primer lugar, la  ausencia de regulación del capital produce catástrofes de forma cíclica y de consecuencias muy negativas para la vida humana a escala planetaria. Y, en segundo lugar, alimenta siempre la tentación de suplantarnos en el diseño de la sociedad en la que queremos vivir, de suplantar a los gobiernos, vaciar de contenido nuestras leyes, instrumentalizarnos, manipular nuestras necesidades, arrebatar al estado su dimensión social, establecer no ya diferencias en la distribución de la riqueza, situación que ya teníamos asumida, sino diferencias insoportables en cuanto a la igualdad efectiva ante la ley, a la calidad de nuestra ciudadanía según nuestro grado de riqueza. Y ese es el origen del conflicto en el que estamos.
            En última instancia, la incitación al consumo desmedido en la que sustenta sus beneficios está esquilmando al planeta de recursos precisos para la supervivencia de la especie; y los sistemas de producción y de transporte generan- no hay la más mínima duda- un acelerado colapso de las capacidades regenerativas de la atmósfera terrestre, un acelerado cambio climático que pone en riesgo la propia vida en el planeta, al menos en las formas conocidas y actúa, contaminándola, de forma nefasta sobre el ciclo del agua, imprescindible  para el sustento de la vida. 
            Hecho el diagnóstico, nos cabe establecer el tratamiento. El “cuarto poder” ha de ser sometido, también, a reglas precisas. Es la única solución. El único soporte de nuestra esperanza en un futuro digno o, al menos, posible.

miércoles, 26 de marzo de 2014

11.- Lucrum, gaudium

                                                El beneficio (es mi) alegría 
                                                   (Aforismo romano)

          La visión de los observadores, intelectuales de diversa procedencia y orientación política, de cuya objetividad intelectual yo no he tenido motivos para dudar hasta ahora, ya que sus previsiones o sus juicios suelen cumplirse o son constatables para cualquier persona medianamente interesada, es que desde que comenzó a sacar la cabeza del huevo venenoso la serpiente de la crisis, en todas las democracias avanzadas de la tierra, la percepción de la ciudadanía es que el sistema falla.
             No deberíamos olvidar, a pesar de que buena parte de las consecuencias que nos azotan tienen su origen en nuestras propias debilidades culpables y en los desajustes que ha propiciado el deterioro institucional,  que todo empezó en los EE.UU. de América, uno de los paraísos del capitalismo sin trabas. Ellos abrieron la caja de Pandora, ya sabéis, aquella caja que encerraba todos los males de este mundo.
            No abundaré demasiado en el tema. Existía en los EE.UU. una ley, con vigencia desde el ¡1923! – porque en todos los momentos de la historia hay gente previsora- que separaba claramente la Banca de depósitos, la que atiende a los ciudadanos y gestiona sus cuentas y sus ahorros, de la Banca de inversión, la que maneja los mercados y persigue obtener beneficios- cuantos más y en menor plazo, mejor-  a toda costa, aun a riesgo de perder en ocasiones. Unos han de perder para que otros ganen en el mar inestable de las finanzas plagado de bucaneros amorales a los que el liberalismo extremo que domina la política de los estados ha concedido patente de corso.
            Para entendernos, la ley separaba claramente la banca del ciudadano medio, -cuyos ahorros eran imprescindibles para su futuro, para garantizar recursos en las épocas malas o una vejez decente-, de la banca de los que estuvieran dispuestos a arriesgar su dinero en ese juego de azar que llamamos bolsa y que consiste en apostar a que las acciones de una determinada empresa subirán mañana o se irán al garete la semana que viene. Consiste, también en amañar la realidad para que la previsión se cumpla. Se hace, desde luego. Y ese poder lo ostentan solamente los grandes grupos de inversión que mueven a diario miles de millones de euros en ese casino que rige nuestra vida.  
            Y las separaba porque en ese  juego, como ya he dicho, muchos pierden. Había que defender a toda costa de ese riesgo los ahorros de las clases medias, un significativo porcentaje, por otro lado, de la capacidad financiera de un país.
            Ajeno a la tácita advertencia que esa ley previsora había establecido, el pueblo americano en su conjunto,- clases adineradas,  clases medias, autónomos, pequeños ahorradores, obreros…-, confundido y atraído por la profusión de beneficios que la Banca de inversión estaba produciendo en los denominados “felices años veinte” del siglo pasado gracias a la dependencia europea, en plena ruina como consecuencia de la primera guerra mundial, se animó a participar en el juego especulativo e inestable del capital de inversión. Las consecuencias están en los libros de historia política y económica. La crisis del 29 se llevó por delante al país más poderoso de la tierra. Fue el primer gran terremoto universal del capitalismo moderno. Y fue universal, porque la ruina americana, como un tsunami que avanza desde el punto de origen del maremoto hacia las costas, arrastró al resto de los países desarrollados.
            En cierto modo, como ahora. Todo tiene su origen en el comportamiento de la Banca de inversión, en su persecución del beneficio rápido sin preocuparse de las consecuencias. Y en la permisividad de los estados.
            En 1999 esa ley de derogó. Ahí, en las Cámaras Legislativas Americanas, se gestó el comienzo de esta ruina. La Banca de los ciudadanos corrientes comenzó a arriesgar los ahorros de las clases medias en operaciones de inversión escasamente fiables y contaminó con su procedimiento a buena parte del sistema financiero mundial. Los primeros datos, engañosos y manipulados como sucede siempre en ese mundo sin frenos morales, permitían suponer que el beneficio florecía por todas partes, esperando solamente la mano dispuesta a capturarlo. De nuevo el espejismo del crecimiento infinito, perseguido por los seres más irracionales de la tierra, nos condujo a la catástrofe.
             En EE.UU. setecientos mil millones de dólares se fueron por las alcantarillas hediondas del descontrol y la ambición desmedida. Desconozco hoy si se han cuantificado las pérdidas del resto de la Banca mundial, atrapada en el “toco mocho” de las hipotecas “sub prime” y el resto de “basura” financiera que la Banca de inversión americana puso en circulación para minimizar sus propias pérdidas. Todo lo demás es consecuencia de aquel error impulsado por la ambición humana y por la tolerancia de políticos comprados por los intereses de los grandes grupos de presión económica sobre los gobiernos – da igual el color- de la que se autodenomina, sin razón aparente, la democracia más pura de la tierra.
            No es sino una manifestación más de ese paulatino golpe de estado con que iniciábamos estas páginas. El capitalismo  es un sistema económico amoral,- inmoral, si nos atenemos a las consecuencias- que persigue únicamente el beneficio  e ignora los derechos, las libertades, y el bienestar de los seres humanos en su conjunto. Teóricamente el poder político debería ser la fuerza correctora de las graves desigualdades económicas y sociales mediante el recurso de las leyes. Así lo concebimos; con esa esperanza mandamos a nuestros representantes al parlamento. En el fondo, la lucha por nuestra soberanía ha sido siempre un intento de frenar la ambición de los poderosos, las desmesuras del capital, las injusticias que derivan de su visión utilitarista del mundo y del ser humano.
            Para evitarse riesgos en su relación con el poder político, el capitalismo actúa con eficacia demoledora:  lo invade y lo domina mediante la colocación de sus peones en la esfera del poder;  lo corrompe con el señuelo de la riqueza entretejida en una red de complicidades;  lo destruye, si ofrece resistencia a sus proyectos, mediante el calculado uso de los medios de comunicación a su servicio,- son legión-  y la palabra comprada de muchos intelectuales de prestigio, atados al pesebre, si se me permite la licencia,  que cambian la honesta objetividad por una cuadra caliente y un pienso generoso , llámese financiación para proyectos de investigación, puestos relevantes en los consejos de dirección de empresas, invitaciones para impartir cursos o conferencias, cargos directivos, asesorías, cargos políticos, renombre, beneficios…
              El capitalismo, mientras hubo de convivir con el bloque comunista, hizo infinidad de concesiones al sistema democrático. No podía permitirse masas de obreros descontentos dispuestos a seguir el modelo soviético, especialmente en Europa, donde el riesgo de contaminación era mayor por la proximidad geográfica y por la existencia de Partidos Comunistas influyentes que habían asumido el juego de la democracia de partidos en algunos países, como Francia  e Italia. Aceptó que la sociedad más estable es aquella en la que todo el mundo se siente propietario y medianamente satisfecho de su vida. Permitió una cierta prosperidad y su reflejo en el sistema legal de los países. A la organización social, económica y política que derivó de esa tolerancia, alguien, con acierto supongo, la denominó estado del bienestar. La guerra fría y la amenaza nuclear sobrevolaban nuestras vidas.
              En otros lugares de la tierra el enfrentamiento con el comunismo fue infinitamente menos diplomático: guerras, algunas duraderas y costosas, como las de Corea o Vietnam, que surgieron como guerras coloniales para convertirse en enfrentamiento directo entre ambos bloques; apoyo sin disimulos a las sangrientas dictaduras militares de América Latina para cortar de raíz las veleidades socialistas de algunos gobiernos de la época; bloqueo riguroso de Cuba que dura hasta la fecha. Y, siempre, una alocada carrera armamentística, en la que el último recurso resultaba siempre el nefasto botón que podía devolvernos a la edad de piedra, en el mejor de los casos.
           Ahora, sin amenazas en ninguna parte, dueño del ruedo por fin, estima conveniente devolvernos a un estadio muy anterior en cuanto al nivel de vida, al reconocimiento de derechos y la teórica igualdad ante la ley que establece el sistema democrático en su propia definición. Los derechos son costosos. ¡Claro! Y las primeras formas de capitalismo que se desarrollaron en la historia de la humanidad se sustentaron en la esclavitud humana.
             El capitalismo y su fiel valedor en la esfera política, la derecha, no han vacilado en atacar al estado del bienestar, con la excusa de que es insostenible y que, a largo plazo, nos conducirá a una ruina irrecuperable.
            De un error, la tremenda crisis financiera que ha ocasionado la ausencia de regulación en sus actuaciones económicas,- delictivas en demasiadas ocasiones-   ambos cómplices han sacado una rentabilidad inesperada, la ocasión de desmontar el estado del bienestar y  la disculpa perfecta para todas las medidas  con las que afrontan su desmantelamiento paso a  paso.
            Han olvidado, probablemente, una constante de esta guerra secular por la soberanía: a veces, se producen significativos retrocesos en las conquistas de la mayoría, pero son momentáneas. El avance humano en la conquista de los derechos no se ha detenido jamás. 


jueves, 13 de marzo de 2014

10.- ¿Cómo la misma cosa...?


            Para un observador de la izquierda sociológica que analiza el pasado reciente del país, pongamos que tomando como referencia el referéndum de la Constitución del 78, con cierta perspectiva temporal, esta equiparación de los dos partidos mayoritarios -"son la misma cosa"- pudiera resultar incomprensible y dolorosa.
            ¿Cómo la misma cosa? Aun reconociendo la importancia de todos los partidos, de derecha e izquierda, durante la transición a la democracia de forma pacífica, la modernización del país, su integración en Europa ha sido obra casi exclusiva de la izquierda representada por el PSOE. Y el denostado Zapatero extendió lo derechos sociales y políticos de forma extraordinaria. Recordemos la ley de dependencia, el reconocimiento de los matrimonios entre personas del mismo sexo, la inconclusa ley de la memoria histórica, la regulación de la independencia de RTVE, que respetó escrupulosamente incluso en sus perores momentos. ¿Cómo la misma cosa...?
            De pronto recordamos que esta sensación ya la tuvimos en la década de los setenta del siglo pasado. Daniel Bell,  sociólogo americano, profesor universitario encuadrado en un grupo de intelectuales de izquierda, publicó en 1960 "El fin de la ideología". Aseguraba que en Occidente había triunfado el capitalismo que acabaría atrapando con su mano de hierro  los sistemas políticos y económicos e imponiendo el pensamiento único: aceptaría la implantación de la democracia partidista, la teórica igualdad ante la ley para la ciudadanía; a cambio exigiría que aceptáramos las desigualdades económicas y la economía de mercado.
            En los países con democracias consolidadas, con partidos de izquierda - es decir, ideología de izquierda- en los arcos parlamentarios, la profecía de Daniel Bell no fue bien recibida y soportó críticas feroces, precisamente desde los partidos de izquierda.
            La Guerra Fría aún tenía como tarea pendiente escribir uno de sus capítulos más peligrosos para  la humanidad, el de la crisis de los misiles de Cuba, - último trimestre de 1962-, una tensa situación de enfrentamiento directo entre las dos potencias que estuvo a punto de desembocar en una guerra nuclear de previsibles consecuencias: nadie sería ganador y el mundo, -lo que quedara de él-,  habría vuelto poco menos que a la prehistoria. Nada parecía seguro en aquellas circunstancias.
            En España, cuando el libro se publicó, las ideologías, al menos en su manifestación visible, habían sido eliminadas de raíz, empezábamos a ver una mejoría económica después de los años de la autarquía y faltaban  muchos años para el advenimiento de la democracia.
            Cuando el libro llegó a nuestras manos, o cuando las circunstancias justificaron nuestro interés por su contenido,  el país era la pura contradicción de sus teorías. En el periodo pre-democrático se produjo una fuerte efervescencia de las ideologías, de la recuperación de un proceso político, de libertad, que había quedado congelado en el tiempo. Andábamos enfrascados en  la búsqueda del espacio político en el que ubicar nuestras esperanzas y nuestro anhelo, tanto tiempo postergado, de construir un país del que no tuviéramos que avergonzarnos ante nuestros hijos. Leímos ese libro y también nosotros negamos su acierto o su vigencia. Negamos su validez universal. Sospechamos entonces que era el análisis de un sociólogo que se conformaba con indagar a  su alrededor, en la acomodaticia sociedad americana de los años en que era la dominadora indiscutible de occidente y en su bipartidismo sin fisuras, y casi, sin diferencias ideológicas.
            Ahora, casi medio siglo después, la realidad obstinada y las pancartas del 15 M, nos hacen recordar que teníamos ese libro, olvidado y polvoriento, en las estanterías de la memoria. Como si la descarnada percepción de los indignados le devolviera la vigencia y la actualidad que nosotros le negamos un día, y, por su mediación, la profecía de Daniel Bell nos reclamara una merecida victoria moral.
            Hemos oído muchas veces en los últimos tiempos, -lo oímos cada día- , que ya no existen izquierda ni derecha. Y nos ha parecido un discurso de derecha, de la derecha que en España es capaz de definirse a sí misma como el partido de los trabajadores sin empacho, mientras prepara la reforma laboral más drástica que haya perpetrado ningún gobierno democrático. "Somos los que sabemos lo que hay que hacer, la gente de orden, los que hacen lo que dios manda..."
            A la izquierda, esta afirmación nos lastima y nos defrauda. Conseguir el poder nos ha costado mil veces más esfuerzo; nos hemos desgañitado para convencer a la sociedad de que nuestros análisis son más certeros y nuestras propuestas más justas y eficaces para superar las desigualdades. Nos hemos esforzado por demostrar que somos diferentes. Hemos hecho un largo viaje en compañía de nuestra ideología; somos conscientes de que una buena parte de la transformación del Estado se debe a que hemos transferido parte de esa ideología a las leyes que nos rigen, estamos convencidos de que esa ideología ha sido transformadora y eficaz.
            Es más, coincidimos con el diagnóstico del 15 M. ¡Esto no funciona! Teóricamente el 15 M. debería ser el rostro renovado de la izquierda sociológica. En su imagen hemos recuperado nuestra propia imagen del 68. Y una tremenda capacidad para denunciar los fallos del sistema.
            ¿Cómo la misma cosa? Pero, si la izquierda social os ha recibido como un soplo de brisa esperanzadora y húmeda,  de las que anuncian lluvia, en medio de los campos agostados. Pero, si sois nuestra esperanza en un tiempo de agotamiento y frustración.
            El esfuerzo por entender a qué se debe la identificación de ambos partidos mayoritarios nos hace pensar que se trata, sencillamente, de una cuestión de perspectiva.
            Más arriba hemos utilizado la metáfora de una partida de ajedrez en la que el Estado del Bienestar se ha estado jugando, uno por uno, cada uno de sus logros frente al capitalismo  desaforado.
            La perspectiva de los indignados es que las diferencias ideológicas, de haberlas, no resultan un instrumento válido. Los gobiernos de la derecha liberal europea juegan a favor del contrincante, le señalan las piezas que deben eliminar del tablero en cada jugada para garantizarse el triunfo final. Se niegan a utilizar los recursos de la Unión para defender los derechos de la ciudadanía. De forma esquemática  y simplista: control de déficit, empleo precario y mal pagado, recortes en los derechos de las personas. Y que mis bancos cobren sus intereses especulativos puntualmente. Se percibe que son un instrumento de los intereses del capital. Y, es cierto, no nos representan. No nos han representado nunca.
            ¿Y la izquierda? La nuestra, digo. Prácticamente no quedaba otra en toda Europa. Ha secundado al capital con sus reformas. Ha sentido pavor a la intervención del país. Ha abandonado prácticamente la partida sin ofrecer resistencia. Pues, tampoco nos representa.
            En las consecuencias que la actuación de unos u otros tienen sobre la vida de las personas, desde el horizonte indignado del presente lamentable, son la misma cosa. Estamos solos. O peor, en manos del enemigo al que nadie le ofrece resistencia. Los de abajo contra los de arriba. ¡Fallo en el sistema! Reiniciar.
            Si la ciudadanía no distingue entre unos y otros,  es  porque la actuación política, probablemente hace ya tiempo, renunció al verdadero soporte moral de la actuación humana, la ideología. Y la ideología no es otra cosa que una respuesta simple, pero de consecuencias muy complejas,  a una pregunta simple ¿El ser humano debe estar al servicio del enriquecimiento selectivo de una minoría o la producción de riqueza debe estar  encaminada a mejorar las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto?          
            ¿La misma cosa?  Responded y ya habréis escogido una entre dos ideologías muy diferentes. Sí; toca reiniciar el sistema poniendo en valor la ideología. Los partidos han de responder a esa pregunta. Obligatoriamente. Y comprometerse a que la respuesta que nos den se plasme en sus programas. Todo lo demás es pura palabrería, envoltorio inútil, redes para pescar incautos o asegurar el voto de los fieles, prestos a dejarse enardecer por lemas oportunos que a nada comprometen, aunque se proclamen ante una multitud.

miércoles, 12 de marzo de 2014

9.- No nos representan

            Sería de una simpleza lastimosa considerar que el Movimiento 15 M ha surgido exclusivamente por razones económicas. Hay un fuerte componente de rechazo moral al comportamiento de los poderes del estado y a quienes encomendamos su ejercicio en nuestra representación. Por supuesto que se manifiesta, también, de forma poderosa  un rechazo a los poderes económicos. Se intuye que el poder económico y el político son cómplices en el desaguisado. La yunta imprescindible que ha roturado el campo donde germina la crisis que agosta los derechos ciudadanos.
            Bastaría con repasar los lemas del 15 M, leer en sus pancartas las razones de su indignación. Y de la nuestra.
            Veamos algunas y reflexionemos sobre su significado:
"Ni nos vamos, ni nos callamos. Ni PP, ni PSOE. Ni democracia de mentira, ni políticas que se olvidan de la vida, ni finanzas suicidas"
"Entre capullos y gaviotas - es evidente la referencia a los símbolos de los partidos mayoritarios- nos han tomado por idiotas".
"Demasiado chorizo para tan poco pan".
"No somos izquierda contra derecha. Somos los de abajo contra los de arriba".
"Error en el sistema ¡Reiniciar!".
"Le llaman democracia y no lo es".
"Me gustas, democracia, pero estás como ausente...".
"¡Democracia real, ya!.
"¡Banqueros, al banquillo!".
"Democracia, mis esperanzas no caben en tus urnas...".
            Muchos lemas del Movimiento 15 M apuntan  a  los dos partidos mayoritarios. Otros, al sistema financiero. Otros, a las duras condiciones que muchos seres humanos soportan en esta sociedad desarrollada que se ufana de su nivel de igualdad ante la ley. Otros, directamente a la corrupción. Y todo se mezcla, conformando una realidad indeseable, que hay que modificar.
            La democracia no está en tela de juicio. "Esta" democracia, sí.
            Se ha tildado al Movimiento 15 M de corriente “anti sistema” demasiado a la ligera, o con una clara intención descalificadora. Nada más lejos de la realidad. Su posición es una clara defensa del sistema democrático deteriorado por infinidad de factores a los que aluden en sus lemas. Así empezaba este escrito. Las sociedades democráticas han considerado su soberanía la gran conquista de la edad contemporánea, pero en Occidente, especialmente en Europa, donde la democracia había alcanzado sus mayores cotas, la calidad democrática se ha deteriorado; el “sistema” democrático en su conjunto ha perdido su vigor y su capacidad de dar respuesta a la demanda de los ciudadanos.
            En general, hasta hace bien poco, el propio sistema proveía de posibilidades regeneradoras; la alternancia política de los partidos democráticos en las funciones de gobierno servía como acicate para los propios partidos y como medida ciudadana para corregir desviaciones o errores de gestión.
            Empieza a no ser así. El tremendo poder sobre nuestras vidas que ejerce el capitalismo especulativo- denominado “los mercados”-, el desequilibrio injustificable en la distribución de la riqueza entre las capas de la población, la corrupción política y financiera en sus mil formas  y la aparente incapacidad – o falta de voluntad- de los gobiernos para poner freno a estos jinetes del apocalipsis que alteran la convivencia y no nos permiten llevar adelante nuestros proyectos vitales, están cambiando nuestra percepción del poder regenerativo de la alternancia.
     Y los partidos, especialmente la izquierda, han perdido su conexión imprescindible con la ciudadanía. Parecen escasamente adaptados al mundo actual que se caracteriza por una frenética actividad de intercambio de información en las redes sociales y por la mejora incuestionable de la formación y de la capacidad crítica de sus potenciales votantes. La obligación de un partido que pretenda servir de enlace entre infinidad de ciudadanos en una democracia participativa debería ser  incorporar a su programa las preocupaciones y las aspiraciones de la ciudadanía.  ¿Qué otra clase de representatividad podemos concebir?
            “Fallo en el sistema, reiniciar”, rezaba una de las pancartas de Sol.  Todo un diagnóstico. El Movimiento 15 M nos es “anti sistema”, pero el sistema de la democracia de partidos, tal como ahora se concibe,  es más un sistema piramidal de administración del poder que otorgan las urnas, más una privilegiada posición laboral en tiempos de crisis, que una verdadera función de representación ciudadana. Así pues, no nos representan.
            Pero la sociedad no se ha vuelto de pronto “anti sistema”. Más bien está pidiendo a gritos que el sistema, sometido a un profundo proceso degenerativo, recobre su pureza primigenia y cumpla su función.