Cuando se habla de transformaciones sociales y
políticas, no podemos hablar sólo de los hechos consumados que dejan tras de sí
las revoluciones. Una labor determinante en esa lenta e imparable
transformación de las organizaciones humanas la lleva a cabo también el
pensamiento, la teoría política elaborada por los intelectuales de cada época.
Para ello la burguesía, tiempo atrás, arrebató el control de la cultura de las
manos de la Iglesia en el Renacimiento, potenció con ello el conocimiento
basado en la observación y no en la fe; relativizó las verdades absolutas de
cualquier manifestación pseudocientífica y potenció el análisis. No escapó a
ello la organización social y la teoría política. Cada época ha tenido sus
pensadores influyentes en ese campo. Han dejado su huella en nuestro
pensamiento y en nuestra forma de organizar la economía y la sociedad.
Para
no perderlos de vista en esta exposición mencionaremos a los que fundamentaron
en buena parte la sociedad actual desde estos tiempos lejanos.
El
padre putativo del liberalismo político fue John Locke (1632-1704).
Por
lo que se refiere al tema que nos ocupa, arrebata a Dios el origen de la
soberanía y establece que la misma emana del pueblo, mediante un contrato
social. El pueblo la otorga mediante delegación (voto).
Establece
también el embrión de la declaración de los derechos humanos. Según él hay
derechos de todos los hombres, anteriores a la organización social, y a los que
el hombre no debe renunciar. La obligación del Estado es garantizarlos y para
eso se constituye. Considera como derechos primigenios la vida, la libertad, la
propiedad privada (no podía ser de otra manera tratándose de una filosofía
política emanada de la burguesía) y la felicidad. Por muy ambiguo que este
derecho os parezca, se trata de que el estado genere condiciones de vida donde
un ser humano pueda razonablemente dar forma a su proyecto vital, sin carencias
fundamentales que condicionen su existencia. Vagamente eso ha perseguido el
estado del bienestar hasta ahora con desigual fortuna. Propugna igualmente la
separación del poder legislativo y el ejecutivo para que el individuo no esté
sometido a un poder excesivo del estado.
Este
pensamiento político supone un avance extraordinario en el proceso de extender
la soberanía un sector mucho más amplio de la ciudadanía. Ni se os ocurra
pensar en el advenimiento de la democracia actual. La burguesía se encargará de
establecer limitaciones en el acceso al poder. Le ha arrebatado el poder al
monarca absoluto y a los privilegiados, pero ha peleado por su soberanía, por
su derecho a decidir. Dentro del tercer estado que antes mencionábamos quedan
muy amplias capas de ciudadanos sin derecho a la participación política
todavía. En realidad, la burguesía ha accedido a la esfera de los
privilegiados.
El
pensamiento de Locke será luego ampliado y desarrollado por Montesquieu,
Voltaire y Rousseau. Lo reseñaremos en su momento.
Pero
nos interesa mucho más, por lo que nos afecta, detenernos un rato en el
nacimiento del capitalismo moderno. El capitalismo, el afán de acumular
riquezas sin tener demasiado en cuenta los procedimientos ni los principios
morales, es una constante de la naturaleza humana desde la noche de los
tiempos. Pero el capitalismo moderno tiene algunos rasgos característicos que conviene reseñar. Por supuesto, no carece
de teóricos, incluso en lugares insospechados. Veámoslo.
Fue Max Weber, sociólogo e historiador alemán
(1864-1920) el primero en relacionar el
inicio del capitalismo moderno con la ética surgida de la Reforma Protestante en
los países del norte de Europa. La Reforma
luterana y, especialmente, la calvinista llevan en su seno dos semillas
poderosas que justificarán muchas de las
actitudes con las que la Europa del Norte, la más rica y aquella donde el
progreso industrial y el protestantismo fueron cogidos de la mano, afronta el
conflicto económico y moral de la crisis actual. Las dos ideas nucleares de la
Reforma son la predeterminación y la desigualdad entre los hombres. Son dos
dogmas del catecismo luterano. Y la primera servirá de justificación para la
segunda.
La predeterminación afirma taxativamente que el destino de cada hombres
está establecido por Dios y que nada ni nadie puede cambiarlo. Dios tiene ya
preestablecido a qué personas salvará y
a qué personas enviará al infierno. Pero un protestante que actúe como persona sometida a Dios y cumpla con sus
mandamientos debe ir por la vida convencido de que su destino es la salvación.
Recibirá la confirmación a lo largo de su vida. El éxito económico, la riqueza
de unos es voluntad de Dios, premia con ello a los que cumplen con sus
obligaciones morales. La pobreza de los otros es, también, voluntad divina y
señal de que los pobres no son, precisamente, seguidores de los mandamientos
del Señor.
Obtener el éxito exige el cumplimiento
de una moral estricta. El éxito reclama entrega al trabajo de forma permanente
y reclama, también, una vida ascética. La entrega a la profesión tiene sentido
religioso. El enriquecimiento, como consecuencia de dicha dedicación irracional
al trabajo y a la propia profesión se considera, no un medio, sino el fin de
toda una vida. La obligación primordial de un individuo durante toda su vida es
aumentar su capital. Sin sentido utilitario. No se persigue tener más para
vivir mejor, porque la ética protestante establece vivir de forma ejemplar,
lejos de cualquier ostentación o de goces inmoderados.
Basada en una ética religiosa, la
filosofía capitalista inicial establecía también la honorabilidad de los
negocios. Un hombre de negocios debería tener siempre un comportamiento
intachable, respetar sus compromisos, pagar sus deudas y ser una persona
honorable.
La cuestión de la desigualdad
entre los hombres, ya que Dios les ha establecido destinos diferentes, nos
lleva a la distribución de la riqueza.
Parece simple, burdo, incluso increíble, pero en el alma de la Europa
rica se retuercen estos convencimientos cuando valoran la crisis actual. Hay,
desde luego, por encima de todo, intereses económicos. Pero encuentran
justificación moral a sus posturas insolidarias en esos principios religiosos
que subyacen en su conciencia colectiva.
Pronto esta burguesía religiosa y
rigorista entró en declive, porque en el interior del capitalismo ha estado
siempre la semilla de la corrupción, la ambición desmedida, la explotación del
otro, la violencia, la manipulación y la mentira. A su lado fue desarrollando
los comportamientos capitalistas que todos conocemos una burguesía
mercantilista, dispuesta a aprovechar la
oportunidad que las revoluciones liberales le ofrecían de medrar al amparo de
sus crecientes cotas de soberanía en los parlamentos europeos.
En
su vertiente económica el liberalismo tiene a su teórico inicial en Adam Smith (1723-1790) y en su obra “La riqueza de las naciones”. Entre otras
muchas, la tesis primordial de esta obra es que gracias al egoísmo
particular se logra el beneficio colectivo. “Deja a un hombre buscar su
propio beneficio y, de paso, logrará el beneficio para los demás”, viene a
decir. El liberalismo económico se basa en la idea principal de que el estado
no debe intervenir en las relaciones económicas entre los hombres. Sólo debe
garantizar el orden para que dichas relaciones sean posibles.
Supone
Adam Smith que el “mercado”, la ley de la oferta y la demanda equilibrará
eternamente las relaciones económicas; “la mano oculta” llama a esta fuerza
gravitatoria del universo económico.
Una
falacia descomunal, como se ha encargado de demostrar la historia. Y como
estamos viendo cada día. Precisamente la gran demanda actual a los gobiernos es
que regulen los mercados y el sistema financiero. Y no precisamente lo solicita
sólo la izquierda sociológica. También lo solicitan autorizadas voces de la
teoría económica más conservadora, consciente de que el capitalismo irracional
está labrando su propia destrucción. Exactamente lo contrario de lo que los
gobiernos de derecha europeo están dispuestos a hacer. La población demanda una
democracia que regule a los mercados y los recaderos del capital que nos
gobiernan se empeñan en simular una democracia que permita a los mercados someternos bajo la
imprescindible apariencia de legalidad democrática.
Es
cierto que no nos representan
Ha
sido precisamente esa ausencia de regulación del capitalismo especulativo en el
paraíso liberal del mundo moderno, los Estados Unidos, lo que prendió la mecha
de esta profunda recesión económica en Europa.
Seguidor
de Adam Smith fue David Ricardo, (1722-1823) tan influyente hoy por más que nadie se atreva a
mencionar su nombre, a pesar de que una de las reformas demandadas por
los mercados -es decir, el capital- es asociar salario a productividad. Nadie
hace mención de asociar a la productividad el beneficio empresarial. Pero la
productividad depende de infinidad de factores que no tienen que ver con la
capacidad de trabajo del obrero. Por ejemplo, de planteamientos empresariales
adecuados, o de búsqueda de mercados, o de renuncia estratégica a parte
del beneficio para mejorar la competitividad, o de adecuación tecnológica en el
proceso productivo.
Hoy los países europeos más afectados
por la crisis son laboratorios ricardianos.
Ricardo
es padre de una máxima inhumana denominada ley de bronce de los salarios,
según la cual “el salario se reduce a lo estrictamente necesario que
permita al obrero subsistir y reproducirse".
Si
el salario sube más de lo estrictamente necesario, la población aumentará y al
haber mayor oferta de trabajo, los salarios bajarán; por el contrario si los
salarios son inferiores a lo estrictamente necesario la población disminuirá,
provocando con ello una escasez de mano de obra y por consiguiente un aumento
en los salarios.
“Ricardismo”
puro lo que viven hoy los obreros de medio mundo. El capital tiene en su mano,
mediante los salarios, el control de la población obrera en la justa necesidad
para mantener los salarios en el límite de la subsistencia, como un rebaño
productivo y hacinado en los márgenes del mundo de los privilegiados. Cuando le
conviene nos permite el crecimiento en número para disminuirnos los salarios;
cuando no, nos limita matándonos de hambre ¡Buen programa! Y mientras tanto nos
convierte en fuerza consumista para garantizar la rentabilidad de sus
inversiones.
Marx
tenía razón. Los obreros no accederán a los beneficios del capitalismo de forma
pacífica. Luego, el capitalismo, tal como ahora lo experimentamos, es un
insulto a la dignidad humana.
El
concepto de rentabilidad del capitalismo deshumanizado no coincide con el del
que la mayoría demandaría, si nos dieran la oportunidad. El único beneficio que
nos parece digno de cualquier esfuerzo es garantizar al ser humano las
condiciones que hagan posible una vida satisfactoria, vivida de forma
responsable con el medio ambiente y con los otros. Un contrato social donde
todos estemos en paridad de oportunidades para vivir una vida digna y
solidaria, tanto con el presente como con el futuro.
Este
mundo es de todos. Somos iguales ante la ley y ante la vida y la muerte. El
beneficio desmedido es incompatible con la muerte por hambre, con los
desahucios, con el paro permanente, con la ausencia de horizonte para dar forma
un proyecto vital de millones de personas.
No
podemos permitirlo.
Y
estamos obligados a recuperar nuestra soberanía para modificar las reglas del
juego. Ni una cosa, ni la otra, serán fáciles. ¡Pero tenemos derecho!